En caso de enfermedad, de accidente o de agresión de cualquier tipo, hay dos formas diametralmente opuestas (aunque no sean las únicas, son bastante comunes) de reaccionar:
Es probable que a muchas personas de cierta edad la primera reacción les deje con los ojos brillantes y una sonrisa dibujada en los labios.
Y es que, tras haber vivido todo tipo de acontecimientos, no pueden evitar pensar en un futuro mejor: cuando ven pasar a un niño, así como cuando alguien les ofrece ayuda en el supermercado o les cede su asiento en el autobús, se maravillan y se deshacen en halagos (tanto que incluso provocan rubor).
La segunda reacción, en cambio, (“lo justo es que todo el mundo sufra lo mismo que yo”) tiene que ver con unos rasgos de personalidad muy concretos.
Se corresponde con una persona traumatizada por el sufrimiento y que no es capaz de alegrarse sinceramente por nada. Su cara está marcada por la amargura, su boca fruncida casi permanentemente y en el fondo de sus ojos puede apreciarse el poso de la tristeza.
En su versión más extrema, esta descripción concuerda con el personaje principal de la durísima película Joker, por cuyo fantástico trabajo de interpretación el actor Joaquin Phoenix opta a un premio Oscar.
En el film, tras sufrir numerosísimos reveses, el protagonista decide vengarse haciendo sufrir al mayor número de personas posible de forma completamente gratuita. Exactamente del mismo modo en que él entendía que había sido atacado a lo largo de su vida.
¿Se puede saber cómo vamos a reaccionar frente a la adversidad? ¿Es algo escrito en el código genético de cada uno? ¿O que se pueda aprender?
Este es un tema que desgraciadamente yo conozco bien, ya que me ha tocado enfrentarme directa o indirectamente con graves enfermedades y otros contratiempos a lo largo de mi vida.
Y es precisamente por eso por lo que me permito compartir con usted estas 4 importantes reflexiones:
La primera gran lección que yo mismo he aprendido es que uno no elige su reacción.
No somos robots que obedecen a un mando a distancia, ni podemos decidir qué emociones sentir, ya sean positivas o negativas. Si fuera así, ¿quién elegiría voluntariamente experimentar desesperanza o soledad, a pesar de lo mucho que pueden enseñarnos esas emociones?
Las personas que tienen la suerte de ser “optimistas por naturaleza”, las que ven siempre el vaso medio lleno, tienden a creer que los demás simplemente deberían hacer “un pequeño esfuerzo” para ser como ellas.
Por supuesto, eso muy ingenuo.
Y es que al enfrentarse a algo uno no es dueño de su reacción emocional. Puede verse invadido por una tristeza, un rencor o una rabia inmensas sin poder hacer nada. O casi asfixiarse de cólera, con noches llenas de pesadillas inútiles.
Y por su parte muchas de las personas que reaccionan bien no tienen necesariamente un mérito especial.
Es cierto que algunas alcanzan ese punto tras un largo camino de aprendizaje interior, pero para otras es algo innato: simplemente en su forma de ser reina el saber olvidar y perdonar, seguir con su camino y acomodarse en una nueva situación fácilmente, sin verse terriblemente afectadas por los contratiempos.
Sea como sea usted, sepa que las emociones sobrevienen al igual que lo hace un accidente o un golpe de suerte (aunque eso no signifique, por supuesto, que no puedan trabajarse). No es una cuestión de culpa.
Una vez que haya tenido tiempo de encajar bien el “golpe”, sí se abre una oportunidad para elegir qué quiere vivir y, sobre todo, cómo hacerlo.
A grandes rasgos, se puede elegir entre pensar:
“Este cáncer (o esta esclerosis múltiple, o cualquier otro infortunio) que ahora sufro es la confirmación de que la vida es estúpida y absurdamente cruel. Que no lleva a nada más que al dolor y la muerte. Quien haya creado la humanidad, si es que existe, es ruin. Más valdría que el ser humano desapareciese”.
Esta es una visión de las cosas que puede encontrarse fácilmente en la literatura y el teatro actuales, así como en algunas películas modernas…
Sin embargo, hace ya 150 años que el escritor ruso Dostoïevski escribió varias novelas (Crimen y castigo o Memorias del subsuelo, por ejemplo) en las que sus “héroes” pensaban y vivían precisamente así.
Personajes idénticos a esos pueden encontrarse en las obras de teatro de Tchekhov o en las obras de Tolstoï. Este último, pese a su fortuna y su reputación, encontraba la vida tan cruel que temía salir a su propio jardín con un fusil o una cuerda, seguro de que en ese caso terminaría suicidándose.
Y también en la vida real conocemos a numerosos protagonistas de asesinatos en masa, por ejemplo. O estrambóticas historias como la del joven de Reino Unido Raphaël Samuel, quien hace meses anunció que denunciaría a sus padres por haberle dado la vida sin su consentimiento. “Está mal traer al mundo a niños que van a asumir, sin quererlo, una vida entera de sufrimiento”, explicó el muchacho. (1)
La reacción opuesta sería la siguiente:
“Desde la infancia he aprendido que la desgracia golpea ciegamente. Y esta enfermedad no demuestra nada nuevo. Hoy, como ayer, enfermo o sano, poseo libertad de acción. Por débil que esté, mantengo la capacidad de evitar que la situación empeore aún más debido a actitudes destructivas (tanto para con los demás como para conmigo mismo). Siempre puedo seguir ayudando a mejorar las cosas, aunque solo sea ofreciéndome a los demás para escucharlos”.
En este segundo caso, la vida mantiene su sentido y su interés. Por dura que sea, no deja de ser una aventura. Quien la vive sufre, pero participa en la Historia de forma activa y positiva.
El mundo no se separa en dos mitades, con los “malos” adoptando la primera postura y los “buenos” la segunda.
Cada uno de nosotros debe librar una lucha permanente dentro de sí mismo, viendo cómo ambas mitades se oponen entre ellas.
Y no solo eso, sino que los diversos combates de la vida hay que librarlos de forma permanente y con muchos frentes abiertos al mismo tiempo.
Nuestras vidas comprenden muchas y muy diferentes dimensiones: la salud, la familia, el trabajo, el ocio, el deporte, las amistades… Pues bien, en cada uno de esos campos se puede adoptar una u otra actitud.
Es un combate que inevitablemente recuerda al de Hércules contra la hidra de Lerna: cada vez que nuestro héroe mitológico le cortaba una de sus muchas cabezas al monstruo, en su lugar aparecían otras siete. No obstante, la verdadera prueba era, precisamente, no desesperar frente a un combate aparentemente imposible.
La vida consiste en combatir en todas y cada una de esas batallas, en todos y cada uno de los frentes. Cuanto más luche, mejor se sentirá.
Y, ojo: perder o ganar no es tan importante como se cree cuando se es joven. Lo realmente importante es la propia lucha, no el resultado (este, además, muchas veces depende de demasiadas cosas más allá de nuestra voluntad o nuestras capacidades).
Que usted afronte cuantos más combates mejor marcará una enorme diferencia a largo plazo tanto en el mundo que le rodea (y su forma de encararlo) como en su propia vida.
En cambio, si se deja invadir por la duda o por la convicción de que la batalla no sirve para nada, serán su propia personalidad y su forma de ver la vida las que paguen el precio.
Envenenado interiormente por el odio, el rencor y la amargura, se convertirá en una especie de espantapájaros que hará huir a los demás. Pero más grave aún es que se transformará en el peor compañero de vida… ¡incluso para usted mismo!
Fuentes:
Imagen:
AntMan3001. Flickr.com
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