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La muerte empieza en el colon

El hijo de uno de mis mejores amigos vive agobiado por todo tipo de enfermedades: alergia, asma, eczema, diarreas, estreñimiento… Y además va de infección en infección.

Sus padres le han eliminado de la dieta la leche, el gluten, los embutidos, los huevos… pero no le ha servido de nada.

Resulta que el niño nació por cesárea.

Cuando me lo dijo, no lo dudé ni un segundo. Enseguida pensé: “Flora intestinal”.

“La muerte empieza en el colon” 

Si tenemos un tubo digestivo mal cuidado, poblado de bacterias y hongos oportunistas y patógenos (en particular, Candida albicans) y contaminado por alimentos mal digeridos, corremos el riesgo de que se quede atascado por materia fecal tóxica. Esta situación puede provocar desequilibrios y trastornos de distinta gravedad.

En concreto, se puede sufrir estreñimiento habitual, gases, diarreas, inflamaciones de distinta índole, alteraciones en la piel, cambios de humor o enfermedades más graves, como una colopatía funcional, una diarrea sangrante e incluso cáncer de colon.

Al hacer una autopsia, es fácil comprobar si el colon de la persona fallecida se encontraba muy atascado por excrementos. Es el origen del dicho: “la muerte empieza en el colon”.

Un intestino sucio conlleva el riesgo de tener un sistema inmunitario deficiente. Se es más vulnerable ante enfermedades infecciosas e inflamatorias relacionadas con el aparato digestivo, respiratorio, urogenital, etc.

Además, tener el colon “enfermo” también es un factor desencadenante de trastornos emocionales. Poca gente lo sabe, ni siquiera todos los médicos, pero las células del intestino producen el 80% de la hormona del buen humor (la serotonina) que se encuentra en el cuerpo.

De alguna manera, el intestino es nuestro “segundo cerebro”, así que tenemos que cuidarlo muy bien.

Cuidar el tubo digestivo

En internet se puede encontrar una gran oferta de productos, más o menos fiables, que sirven para limpiar el tubo digestivo. Pero el intestino no es ni una chimenea que haya que deshollinar, ni una tubería que haya que desatascar. De hecho, es más delicado, y a la vez mucho más sencillo.

Por lo general no deberíamos hacer nada. La madre naturaleza lo ha previsto ya todo: un ejército de miles de millones de microorganismos que pueblan el colon (el último tramo del intestino, justo antes del recto), que día y noche lo protegen y limpian impidiendo que las bacterias y levaduras dañinas se desarrollen e invadan la zona.

Los microbios del intestino son muy numerosos; hay hasta cien veces más que células tiene el cuerpo, es decir, unos 100 millones de millones (¡14 ceros!).

Este inmenso ejército recibe el nombre de “flora intestinal” o “microbiota”.

Utilizar el término “flora” aplicado al intestino puede chocar, pero lo cierto es que hace referencia al número de especies de bacterias y levaduras (200 tipos como mínimo) que ahí cohabitan, como ocurre en los jardines botánicos. Y cada persona tiene su propia flora intestinal, tan personal como su huella dactilar.

Cuidar su propio jardín es responsabilidad de cada persona; resembrarlo con frecuencia, eliminar las malas hierbas, abonarlo…o bien abandonarlo. En este último caso, lo que era un bonito jardín inglés rápidamente se convertirá en un horrible y nauseabundo vertedero, refugio de especies nocivas que pueden provocar enfermedades.

Los malos olores no son normales

La función principal del colon es fermentar los alimentos que no se han digerido completamente para extraer los últimos nutrientes y hacer que pasen a la sangre. Cuando el colon está sano y funciona bien, sólo quedan residuos inutilizables que se evacuan con regularidad, y que no desprenden mal olor.

Por el contrario, en presencia de bacterias y levaduras nocivas, el tránsito se altera produciendo estreñimiento o diarrea y los residuos alimentarios huelen mal. Además, cuando se tiene una mala digestión, aparte de ser desagradable en sí mismo, nuestro organismo no puede extraer los nutrientes de la comida de manera satisfactoria. Si no se hace nada al respecto, se puede llegar a tener déficit nutricional, o incluso carencias.

La flora nociva produce también gas carbónico, metano e hidrógeno en abundancia. Y los gérmenes se extenderán hasta provocar bolsas de gas a lo largo del colon, generándonos la sensación de que vamos a estallar. Las flatulencias y gases no tienen nada de gracia. Indican una mala digestión y también que el colon necesita ayuda. Este círculo vicioso se origina por la falta de bacterias “buenas”, beneficiosas para la salud, que favorezcan la digestión.

Y llegados a este punto, retomo el caso del hijo de mi amigo que nació por cesárea.

La flora intestinal se determina en el nacimiento

La composición de la flora intestinal depende, en primer lugar, de la manera en la que nacemos.

Cuando nos encontrábamos en el vientre de nuestra madre, nuestro tubo digestivo era estéril. No tenía microbios.

Las bacterias y levaduras no se instalan en él hasta el momento del parto: 72 horas después de nacer, nuestro tubo digestivo contiene ya ¡millones y millones de bacterias y levaduras!

¿Pero de dónde proceden todas esas bacterias y levaduras? Aún lo desconoce mucha gente, pero para los niños que han nacido por parto natural proceden de la flora vaginal de la madre.

Ahora bien, la  flora vaginal depende en gran medida de la flora intestinal, por lo que las mujeres que en las últimas semanas de embarazo tengan una adecuada flora intestinal, dejarán a sus hijos una excelente herencia de especies microbianas para que siembren su intestino. Si por el contrario el intestino de la madre está contaminado por especies oportunistas y patógenas, por desgracia el bebé también las heredará.

De esta manera queda demostrado que la predisposición a padecer ciertas enfermedades tiene relación directa con un tipo de microflora que se transmite de madres a hijos en el nacimiento. En particular ocurre con los descendientes de mujeres que sufren asma o dermatitis. Si durante los últimos meses de embarazo la madre regenera su microflora (veremos cómo), el niño no será portador de una flora que pueda provocarle eczemas y/o asma. De esta manera tan sencilla se puede evitar que el recién nacido sufra una deficiencia que puede arrastrar de por vida, y que a su vez podría derivar en una bronquitis crónica que requeriría de asistencia respiratoria, convirtiéndole en una persona dependiente.

Existe otro caso igualmente preocupante y es el de los niños que nacen por cesárea.

El bebé que nace por cesárea, al ser extraído directamente de la placenta (habitáculo estéril), no tiene contacto con la flora de su madre. Recibe entonces la microflora del entorno, es decir, del hospital, que suele estar poblado de bacterias resistentes a los antibióticos, en especial la desgraciadamente famosa estafiloco aureus (Staphylococcus aureus).

Si no se corrige a tiempo, la flora intestinal de origen hospitalario puede tener consecuencias dolorosas para toda la vida.

Así que es muy importante que desde el momento mismo del nacimiento, las mamás a las que por fuerza debe practicárseles una cesárea siembren el tubo digestivo de su bebé con bacterias beneficiosas para la salud. Antes de hablar de cómo hacerlo, déjeme que puntualice que incluso una flora intestinal buena en el nacimiento puede llegar a desequilibrarse.

Cómo se puede romper el equilibrio de la microflora

Tras el nacimiento, el equilibrio de la microflora intestinal se encuentra en constante evolución. Se trata de un equilibrio dinámico que puede romperse por diferentes factores endógenos y exógenos:

  • factores endógenos (que se originan en el interior del organismo): puede que tengamos un sistema inmunitario deficiente o una enfermedad metabólica leve que ocasione una modificación de la flora intestinal. Si nos hacemos una herida o pasamos por el quirófano, tenemos una inflamación, estreñimiento crónico o un tumor en el intestino, la microflora también puede alterarse gravemente, lo que empeora los síntomas de la enfermedad prolongando la recuperación.
  • factores exógenos (que se originan en el exterior): una alimentación desequilibrada, la contaminación por metales pesados o por pesticidas utilizados en el campo o por aditivos alimentarios antimicrobianos, infecciones por gérmenes patógenos, niveles altos de estrés, tratamientos antibióticos, vacunas… Todo ello favorece la inhibición de las bacterias buenas, dejando espacio para que se reproduzcan los gérmenes oportunistas y patógenos que son responsables de enfermedades.

Las consecuencias pueden tener mayor o menor gravedad, e ir desde simples trastornos digestivos hasta la ruptura total de las defensas del organismo. En ese caso, se corre el riesgo de que los gérmenes se multipliquen hasta provocar una infección generalizada (septicemia), y potencialmente la muerte.

Esto demuestra que una flora intestinal equilibrada es clave a la hora de estar sanos y hacer frente a las enfermedades. Nuestro objetivo debe ser conservar la flora en un estado microbiológico perfecto.

Voy a explicarle cómo:

Cuidar y mejorar la flora intestinal

Algunas de las bacterias presentes en la flora intestinal tienen un efecto positivo para la salud y para la vida en general: por ese motivo, los científicos las han bautizado como “probióticas” (beneficiosas para la vida). Estimulan el sistema inmunitario, reducen las alergias y alivian la inflamación del intestino. También impiden la producción de toxinas susceptibles de sobrecargar el hígado, mejoran el tránsito intestinal, disminuyen las flatulencias y previenen los trastornos digestivos (estreñimiento o diarrea). Para que realmente merezcan llamarse probióticos, es necesario demostrar sus efectos científicamente.

Encuentro Artrosis

Pero existen otras especies oportunistas o patógenas, susceptibles de originar problemas de salud de todo tipo, entre ellos alergias, micosis y hasta alguna enfermedad.

Entre las micosis, la candidiasis provocada por la Candida albicans es alarmante, puesto que la proliferación de este germen en el organismo provoca una alteración del sistema inmunitario que puede abrir la puerta a otras enfermedades, como el cáncer.

El reto es el siguiente: tenemos que favorecer la proliferación de bacterias beneficiosas mediante la implantación de especies favorecedoras de bacterias saludables y el uso del  “abono” adecuado. Y, al mismo tiempo, debemos impedir que se desarrollen las especies patógenas, origen de enfermedades.

A continuación puede ver qué medidas puede tomar para reforzar su sistema inmunitario, aumentar su vitalidad y, en definitiva, mejorar su bienestar.

Reducir el consumo de alimentos en estado puro

Se deben consumir con moderación alimentos en estado puro, no procesados, como la carne, el queso, las grasas y los azúcares simples (o monosacáridos), ya que pueden romper el equilibrio de la microflora.

Desde los años cincuenta, el consumo de alimentos en estado puro no ha dejado de crecer, con el consiguiente e incesante desarrollo de lo que llamamos enfermedades del mundo desarrollado: es decir, enfermedades cardiovasculares, trastornos digestivos, metabólicos, del sistema nervioso u osteoarticular, etc.

Sirva como ejemplo el elevado consumo de azúcares simples: sacarosa, fructosa, maltosa, lactosa, glucosa…

Todos los alimentos azucarados o que se transforman rápidamente en azúcares simples,  incluido el zumo de frutas, favorecen la proliferación de una flora fúngica que altera el sistema inmunitario, aumentando el riesgo de diabetes, obesidad, accidentes cardiovasculares y todo tipo de cáncer.

Puede parecer exagerado, pero hoy en día los médicos no tienen ninguna duda al respecto: un consumo elevado de azúcar produce hiperglucemia y, consiguientemente, hiperinsulinemia, que provoca la formación del tumor cancerígeno y acelera el crecimiento de células tumorales.

Los españoles consumen de media 43,8 kilos de azúcar al año, es decir, unos 120 gramos al día (equivalente a entre 15 y 20 cucharaditas de postre diarias). La mayor parte de este azúcar se “cuela” a través de productos elaborados (refrescos y bebidas azucaradas, cereales, derivados lácteos, etc. que se endulzan con fructosa, el principal edulcorante industrial). Esta cifra es alarmantemente alta. Debería reducirse como mínimo hasta colocarse por debajo de los 10 kilos al año. Y también deberíamos reducir el consumo de carne, grasas saturadas y lácteos.

Así que prioricemos las frutas, legumbres y cereales integrales, bayas, frutos secos, pescados grasos ricos en nutrientes como el colágeno, minerales, vitaminas liposolubles y ácidos grasos omega-3. Podemos tomar algo de carne, lácteos (sobre todo leche de cabra y oveja) y aceites vegetales (preferiblemente aceite de oliva o nuez), algo menos de grasas saturadas y muy pocos dulces.

Comer más fibra: es “prebiótica”

La alimentación moderna es demasiado rica en alimentos en estado puro (carne, queso, grasas y azúcares) y pobre en fibra. A pesar de no ser un nutriente esencial de nuestro cuerpo, la fibra alimentaria resulta indispensable para preservar la flora intestinal, que se alimenta de ella transformándola en ácidos orgánicos que protegen y regeneran la mucosa intestinal.

Algunas fibras alimentarias son solubles porque tienen poco peso molecular. Se las denomina “prebióticas” porque su objetivo es estimular el crecimiento de las bacterias “probióticas” o bacterias “buenas” del ecosistema intestinal.

Como nuestra flora intestinal se nutre de fibras, no podemos dejar que se eche a perder privándola de las fibras solubles que podemos encontrar, por ejemplo, en la fruta de temporada bien madura, en una gran variedad de legumbres (preferiblemente leguminosas y crucíferas) y en los cereales de siempre, pobres en gluten (arroz, mijo, avena, espelta…).

Consuma especialmente legumbres y frutas ecológicas, porque no contienen pesticidas (cancerígenos) ni conservantes (antibacterianos y antifúngicos que alteran la flora intestinal).

Además, en necesario evitar la ingesta conjunta de hidratos de carbono y alimentos ácidos (por ejemplo, cereales y cítricos, cereales o legumbres con vinagre o limón, tomate y pasta o arroz…), ya que los ácidos neutralizan la acción de las enzimas salivales sobre el almidón de los hidratos de carbono, con la consiguiente producción de toxinas en el intestino.

Redescubrir los productos fermentados

Todas las semiconservas fermentadas contienen bacterias del grupo láctico (Lactococcus, Enterococcus, Leuconostoc, Pediococcus, Streptococcus, Lactobacillus…).

Nuestros antepasados comprendieron instintivamente que los productos fermentados se conservaban bien y que su consumo era beneficioso para la salud. Desde comienzos del siglo pasado, el mundo de la microbiología ya puso poco a poco de manifiesto que algunas bacterias desarrolladas espontáneamente en los productos con fermentación láctica poseían características “probióticas”, es decir, beneficiosas para la salud.

El chucrut se viene consumiendo desde la época de los Romanos, y la col fermentada sigue siendo hoy un plato importante de la cocina centroeuropea, desde Alsacia hasta Ucrania. En Polonia, Ucrania y muchos países de Europa del Este se consume borsch, una sopa de verduras cuyo ingrediente principal es el zumo fermentado de remolacha.

También en los países asiáticos destaca el consumo de col fermentada, como en el kimshi coreano, aunque la mayoría de las verduras pueden consumirse de esta manera: zanahorias, berenjenas, cebollas, pepinos…

En la cocina occidental, las aceitunas, pepinillos, remolacha, nabos, etc. se conservan mediante fermentación láctica. No obstante, la industria agroalimentaria tiende cada vez más a conservar los productos en escabeche o en vinagre, o a esterilizarlos tras la fermentación, lo que destruye las bacterias. La cerveza de hoy en día suele pasteurizarse a pesar de estar fermentada, por lo que contiene muy pocas bacterias y levaduras.

Por el contrario, la leche fermentada es muy rica en bacterias beneficiosas para la salud con características “probióticas” de diferentes propiedades en función de la especie y biotipo bacteriano utilizado.

Es el caso del yogur (fermentado por Streptococcus thermophilus y Lactobacilus bulgaricus), la  leche acidófila (fermentada por Lactobacillus acidophilus), la leche con bifidus (fermentada por Bifidobacterium bifidum, longum, breve o lactis), el kéfir (fermentado por varias especies de Lactococcus, Leuconostoc, Lactobacillus, Sacharomyces, Kluyveromyces, etc.). Todos estos tipos de leche fermentada son importantes para la salud, especialmente si la materia prima procede de cabra, oveja o yegua. En lo que respecta a los yogures clásicos, cada vez más y más personas desarrollan una intolerancia a la leche de vaca, que se manifiesta en inflamaciones como rinitis, sinusitis, artritis, artosis, etc.

Comer adecuadamente

Mastique y ensalive bien los alimentos, sobre todo aquellos ricos en almidón, como los cereales, las frutas, las verduras y las legumbres. Masticar adecuadamente garantiza que la primera fase de la digestión tenga lugar en la boca bajo los efectos de la amilasa de la saliva, evitando una fermentación intestinal putrefacta que produzca toxinas.

No abuse de los alimentos que en ocasiones producen reacciones de intolerancia, como pueden ser la leche de vaca y sus derivados, los cereales modernos ricos en gluten y sus derivados.

Evitar el agua con cloro

Se añade cloro al agua del grifo antes de que ésta sea distribuida para el consumo precisamente porque acaba con los gérmenes dañinos que pueda contener.

Es una gran idea y, desde que se inició esta medida, enfermedades como la disentería o el cólera han desaparecido en los países desarrollados.

No obstante, el cloro tiene el mismo efecto en nuestro tubo digestivo: tiende a desinfectarlo, matando indistintamente a los microorganismos buenos y a los malos. Hay que evitar el contacto innecesario con sustancias bactericidas (que matan bacterias) o fungicidas (que matan levaduras y hongos), incluidos los productos para desinfectar las manos y la piel, porque acaban con todas las cepas microbianas, sean éstas buenas o malas. Además, la piel y los órganos sexuales también están cubiertos de una microflora que hace frente a los gérmenes nocivos, así que más vale cuidarla.

Si se toman todas estas precauciones, la microflora protectora se reequilibrará ella sola, siempre y cuando nuestra alimentación y nuestra forma de vida se lo permitan, ya que son los dos medios más poderosos que tenemos para recobrar la salud.

Para hacer el proceso más fácil, se pueden tomar también algunos complementos alimenticios. El problema es que la mayor parte de los “probióticos” a la venta no funcionan. ¿No será porque se ofrecen en formato de comprimidos, lo que implica que se ha debido aplicar una fuerte compresión de sus componentes, que hace subir la temperatura y, por tanto, ha matado las bacterias?

 


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