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Ucrania

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Una guerra es un evento serio y en concreto en Europa despierta traumas que creíamos enterrados desde el siglo XX. Quizá por esto nos parece normal que todo el mundo hable de la guerra en Ucrania todo el tiempo. Ahora bien, ¿eso algo bueno? Y, sobre todo, ¿es bueno hacerlo de la manera en que lo hacemos?

Llevo días pensando que no quiero hablar de la guerra en Ucrania. No es mi papel; no me considero competente ni legitimado para hacerlo.

Pero que me sienta obligado a decir esto ya es, bajo mi punto de vista, un síntoma de otra cosa que me preocupa: que todo el mundo, sin excepción, esté hablando de ello.

Una guerra es un evento serio. En Europa despierta traumas que creíamos enterrados en el siglo XX y que ahora vemos cómo vuelven a aflorar, en pleno siglo XXI.

Quizá por esto nos parece normal que todo el mundo hable de esta cuestión todo el tiempo.

Ahora bien, ¿eso algo bueno? Y, sobre todo, ¿es bueno hacerlo de la manera en que lo hacemos?

Obsesión, contagio, saturación

Hace escasos días leí un chiste en internet. Decía:

Putin acaba de detener la pandemia más grave en un siglo. Se merece el Premio Nobel de Medicina”.

Esta frase ilustra a la perfección el funcionamiento actual de los medios de comunicación, pero también de la política, de la opinión pública e incluso de una parte de nosotros mismos.

La Covid-19 ha desaparecido de repente del espacio mediático, político y público.

Parece que ya no es motivo de preocupación para nadie.

Pero ¿ha desaparecido realmente? Por supuesto que no.

¿Ha dejado de circular el coronavirus entre nosotros? ¡Ni mucho menos!

Sin embargo, pese a ello y después de haber sido objeto de preocupación universal y constante durante más de dos años, se ha vuelto un tema casi anecdótico en los telediarios, los periódicos… y también en las conversaciones de las personas.

En cierto modo es una buena noticia: esto coloca al coronavirus en el lugar que realmente le corresponde. Es decir, el de un patógeno más entre muchos otros que afectan a la vida y a la salud cotidiana de la gente.

Pero digo en cierto modo con toda la intención porque, en realidad, lo que se ha hecho es simplemente sustituir un tema obsesivo por otro.

Y así es que observamos en la ofensiva rusa en Ucrania exactamente el mismo asombro, la misma dramatización de las noticias y la misma saturación del espacio mediático que se vivió con la pandemia.

E incluso con el mismo resultado final: la generación de un clima angustioso que, como una apisonadora, arrasa y aplasta todo lo que encuentra a su paso.

Así funciona la “masa digital”

Un fenómeno o movimiento de masas es la transformación repentina de un grupo de personas en una especie de entidad que reacciona uniforme e irracionalmente, impulsada por emociones primarias (huida, supervivencia, envidia, codicia…).

En su versión más divertida y frívola podríamos hablar de la fiebre de las rebajas de enero. En cambio, en su versión dramática se transforma, por ejemplo, en una estampida en un estadio, con un importante saldo en vidas humanas.

Un investigador en ciencias cognitivas del Instituto Max-Planck de Berlín, Mehdi Moussaïd, publicó hace tres años un excelente libro sobre este tema. Traducido al español, el título reza: ‘Fouloscopia’, lo que la multitud dice de nosotros.

Habla acerca de diversos ejemplos de fenómenos masivos, desde las avalanchas humanas hasta la forma de circulación de los peatones -que difiere de un país a otro-. Y nos demuestra por qué los movimientos de masas, lejos de haber desaparecido en las sociedades avanzadas, están más presentes que nunca.

Yo leí este libro cuando se publicó, un año antes de comenzar la pandemia. Y me ayudó a entender mejor lo que sucedió solo unos meses después; esto es, cómo el miedo obsesivo hacia un virus no solo desencadenó medidas a veces desproporcionadas, sino que consiguió algo impensable: la férrea aprobación de la mayoría.

Sin duda, hay un nuevo actor en nuestra vida social que multiplica por diez este tipo de fenómenos. Hablo, claro está, de las redes sociales.

Se trata de herramientas muy poderosas, ni buenas ni malas en sí mismas, pero que tienen el poder de viralizar ciertas informaciones y sensaciones.

Exactamente igual que se contagia un virus, si bien en este caso de lo que hablamos es de un “contagio emocional”. Y las redes sociales son un increíble trampolín para este fenómeno.

Un virus invisible y una guerra lejana

Hablando de emociones contagiosas, sin duda el miedo es una de las más poderosas que existen, ya que desafía nuestro instinto de supervivencia.

Tememos porque vemos nuestra propia existencia amenazada.

A veces ese miedo está justificado (y de hecho es necesario en según qué circunstancias), pero en muchas otras ocasiones no (cuando sufrimos excesivamente por una situación cotidiana e incluso banal).

Sin duda, el temor ha jugado un papel importantísimo durante la pandemia de Covid-19. Y es que en el fondo de nuestro ser llevamos escrito el pánico heredado a las grandes epidemias de peste, de cólera y de gripe que nos diezmaron en el pasado.

Pero es que, además, el coronavirus posee otro activo de una eficacia incomparable: es un enemigo invisible. Eso implica que puede estar en cualquier lugar; desde la nariz o la boca de un compañero de trabajo hasta el pasamanos de la escalera, pasando por los labios de nuestra pareja, las manos de nuestros nietos…

Puede estar en cualquier sitio y usted no saberlo.

Ese es el poderosísimo resorte que ha hecho posible tal cambio en nuestro comportamiento, ya sea como individuos y como sociedad.

El pánico a la guerra

En mi opinión, lo que ha ocurrido en torno a la guerra en Ucrania opera bajo un mecanismo similar. Veamos:

Los soldados rusos y ucranianos están luchando, los civiles son empujados al exilio, las ciudades destruidas, las familias separadas, personas inocentes asesinadas…

Pero nosotros, en nuestro país, no estamos viviendo la guerra como tal.

La forma que tenemos de experimentarla es a través de los telediarios, de la primera plana de los periódicos, de las redes sociales…

Tisanas estación

¿Es necesario llegar a imbuirse como si las bombas pasasen sobre nuestra propia cabeza? ¿O terminar experimentando el mismo temor que las personas que se encuentran escondidas en sus sótanos?

Yo creo que no.

Pero, ojo: esto no es una llamada a no sentir empatía con el drama que está sucediendo en Ucrania. Más bien todo lo contrario.

Lo que ocurre es que la empatía no significa tener que entrar en un estado de ansiedad crónica, sino compadecer y apoyar precisamente desde la distancia natural que cada uno tiene ante las cosas que no le han tocado vivir como protagonista.

Absolutamente todos los actores son necesarios, incluidos aquellos que ven lo que sucede desde la distancia, acompañando el sufrimiento de otros pero sin dejarse arrastrar por el pánico.

Adictos al miedo

No es la primera vez que vemos una guerra televisada.

Ha sucedido en el pasado en Afganistán, en Siria… En realidad, en muchas de las contiendas ocurridas desde la del Golfo.

Sin embargo, hoy mismo hay muchos otros conflictos bélicos activos alrededor del planeta.

Entonces, ¿por qué esta histeria colectiva, esta ansiedad generalizada acerca de esta guerra?

La respuesta más lógica sería decir que es porque está ocurriendo en Europa. Y que, por lo tanto, se siente cerca, muy cerca.

Sin embargo, la de Bosnia y Kosovo también se desarrolló en suelo europeo. De hecho, mucho más cerca de nosotros que la de Ucrania.

El bombardeo de Belgrado por parte de la OTAN tuvo lugar hace poco más de 20 años. Y, sin embargo, nadie en aquel momento se estremeció ante la idea de que “pronto podría ser nuestro turno”.

Sí, pero Putin tiene armas atómicas”, pensarán algunos.

Ciertamente. Y esta amenaza debe tomarse muy en serio.

Pero Vladimir Putin ha estado al frente de Rusia durante más de 20 años, tiempo en el que ha atacado Georgia, ha invadido Crimea…

¿No preocupaba esto en Occidente?

Mi hipótesis es bastante clara: la Covid-19 nos ha hecho dar un giro terrible, acostumbrándonos al miedo.

Puede que incluso muchos ciudadanos sean a estas alturas verdaderos adictos a él.

Y es que el terror produce una reacción orgánica que puede terminar “enganchando”. El éxito de las películas y novelas de este género no es sino un claro ejemplo de ello.

Sin embargo, vivir bajo un telón permanente de miedo, sospecha y terror puede tener unas consecuencias dramáticas, las cuales en algunos casos parece que incluso se empiezan a atisbar en nuestros días.

La sociedad del terror

Por supuesto, el miedo como forma de vida, generalizado y permanente, plantea importantes beneficios para un reducido número de aprovechados.

Y no me refiero solo a los profetas del apocalipsis ni a los que se presentan como “prohombres” ante los contratiempos.

Sistematizado, permite hacer grandes negocios: hace que los canales de noticias aumenten rating, transforma a las poblaciones en plastilina dispuesta a aceptar cualquier sacrificio en nombre de su seguridad…

Y ello a costa de graves consecuencias en nuestro equilibrio emocional y social.

El miedo quebranta las voluntades y destroza las esperanzas. Nos hace perder la cabeza, nos quita el aliento y ataca nuestro ánimo y nuestro cuerpo. Y lo digo en sentido literal: nos enferma.

Hoy por hoy se sabe que es un inmunosupresor que agota el cuerpo, debilita gradualmente las defensas inmunitarias y nos hace vulnerables.

En otras palabras: que salvo ante un peligro inmediato, el miedo no protege. Al contrario, nos debilita e incluso puede terminar exponiéndonos a otros peligros de los que no somos conscientes.

Demasiado tiempo

Desde hace dos años vivimos, como pueblo, con miedo.

Es demasiado tiempo. Simplemente, no podemos seguir así.

Con Ucrania el ciclo parece prolongarse. Aunque el objeto cambia, el mismo miedo prevalece.

Abramos los ojos y permitámonos recuperar la compostura, el juicio y la dignidad. Seamos empáticos y sensibles, pero también serenos.

¿Cual es su opinón respecto a todo esto? Si lo desea, nos puede dejar un comentario un poco más abajo.


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