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La electricidad… ¿bendición o maldición?

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¿Podemos concebir nuestra vida sin electricidad? Imaginemos un apagón total de corriente a las nueve de la noche en una gran ciudad en pleno invierno. ¡Oscuridad total! Y además todos los aparatos eléctricos y electrónicos dejan de funcionar. Nada de televisión, ni cocina, ni radiador, ni calefacción, ni frigorífico, ni congelador…

Bueno, que no cunda el pánico, la luz volverá de un momento a otro. Tengamos paciencia. ¿Hay velas? Anda, ¡pues sí! En un cajón de la cocina. Llegamos a tientas. ¡Plaf! Me he dado con la puerta. ¡Ay! He roto una taza. Aquí están las velas. Y las cerillas, ¿dónde estarán? ¡Ah! Aquí están. ¡Crac! ¡Qué luz tan bonita! ¿Y ahora qué hacemos? ¿Jugamos a las cartas? No vale la pena, seguramente la electricidad vuelva de un momento a otro.

Ya, ¿pero y si no vuelve? ¿Y si la avería durara horas, días, semanas… porque ha habido que interrumpir la actividad por el riesgo de que haya un accidente? Y no es una hipótesis de ciencia ficción. El 14 de agosto de 2003, 50 millones de estadounidenses se quedaron sin electricidad durante dos días. En ese momento, toda la vida de la ciudad se vio trastocada. Ya no funcionaba nada, nada estaba iluminado. Las máquinas estaban inertes, las fábricas cerraban, las tiendas eran tan tétricas como las tumbas…

El ser humano conoce la electricidad desde tiempos inmemoriales. La palabra viene del griego elektron, que era el nombre del ámbar amarillo, una resina fósil que posee propiedades electroestáticas. La lana también tiene esas propiedades electroestáticas. Es bien sabido que los peces eléctricos se representaban ya en los bajorrelieves egipcios, como el pez tembladera, un pez de la familia de las rayas cuyas descargas eléctricas utilizaban los romanos contra la migraña o la gota en el siglo I de nuestra era.

Fue William Gilbert, médico de la reina de Inglaterra (siglo XVI) quien dio el nombre de electricidad a esta extraña forma de energía. En 1752, Benjamin Franklin demostró que el rayo era un fenómeno eléctrico e inventó el pararrayos. Sin embargo, es en el siglo XIX cuando aparecen los grandes científicos cuyos nombres quedan ya ligados al concepto de electricidad, como Ampère, Faraday o Volta. En 1799, Alessandro Volta inventa la pila eléctrica. En 1882, Edison crea las primeras fábricas de producción de electricidad de corriente continua. Lucien Gaulard inventa el transformador y Nikola Tesla las máquinas de corriente alterna. Estas últimas acabarán por imponerse gracias a que Tesla empezó a colaborar con el ingeniero industrial George Westinghouse, quien obtuvo el contrato para instalar toda la infraestructura de electricidad de Estados Unidos. Pronto se extiende en el mundo entero el entusiasmo por el “hada de la electricidad”. Nikola Tesla, un genio de la electricidad, creó miles de inventos, muchos de los cuales fueron ocultados.

La producción de las presas hidroeléctricas, construidas en los ríos, y las centrales térmicas, que funcionaban con carbón, no bastarían para satisfacer el ansia por la electricidad de las sociedades modernas. La gente ya contaba con aparatos eléctricos de todo tipo que utilizaban esta energía tan práctica, tan mágica y que aparentemente no contaminaba. El siguiente paso fue la construcción de centrales nucleares y se inauguró la primera en Calder Hall (Inglaterra) en 1955.

Estados Unidos y especialmente Francia cogieron el testigo y desarrollaron a gran escala una “nuclearización” de la electricidad, hundiendo la producción de las energías renovables, a pesar del éxito que obtuvieron las primeras instalaciones mareomotrices, los hornos solares, las centrales aerotérmicas… Y aquí nos encontramos, en nuestras casas y en nuestro trabajo, totalmente rodeados por aparatos eléctricos de todo tipo de potencia, desde la sencilla lámpara hasta la batidora de cocina, pasando por el aspirador o la consola de videojuegos, conectados todos con cables conductores que recorren de manera invisible las paredes donde se han encastrado.

Quien no cree más que en lo que ve está ignorando lo esencial del universo…

No se ve nada, no se oye nada, le damos a un botón mágico y ¡voilà! ¡Se hace la luz y la fuerza está con nosotros! ¿No es maravilloso? Durante décadas nadie se ha preocupado de saber si esta electricidad omnipresente producía algún tipo de consecuencia en nuestra salud.

Y desde luego que las produce. Muy graves.

Desde 1979 sabemos, tras el trabajo realizado por la epidemióloga estadounidense Nancy Wertheimer, que la leucemia infantil afecta el doble a los niños que viven cerca de un transformador o de una línea de alta tensión.

Se ha demostrado también que existe un número preocupante de abortos en mujeres que utilizan mantas eléctricas. El descubrimiento empírico de la contaminación electromagnética se lo debemos al médico nacido en Niza Jean-Pierre Maschi, en los años 60. Él mismo era “electrosensible” y se dedicó a estudiar las reacciones de su organismo. Consiguió establecer un protocolo de protección contra la radiación de los aparatos eléctricos. Sospechaba que esta radiación estaba detrás de una de las “enfermedades de la civilización” que provocaba mayor discapacidad, la esclerosis múltiple. Mucho después de Maschi, científicos canadienses consiguieron evidencias de este fenómeno y poco a poco la realidad de este tipo de contaminación, que no se había podido detectar hasta entonces, comenzó su andadura.

Jean-Pierre Lentin, con el título «Esas ondas que matan, esas ondas que curan» (Ces ondes qui tuent, ces ondes qui soignent, de la editorial Albin Michel), dedicó un libro entero a estudiar cómo incide la electricidad en nuestro organismo. Annie Lobé completó este trabajo con “El hada electricidad: ¿hada o bruja?” (La fée électricité: fée ou sorcière?, de la editorial Santé Publique). Annie Lobé es una periodista de investigación con gran talento que, desde 2001, ha realizado investigaciones sobre los campos electromagnéticos. Sus artículos son muy valorados y se han publicado en multitud de periódicos.

Las investigaciones que lleva a cabo son metódicas y meticulosas, ella misma es quien estudia sobre el terreno, a través de aparatos muy avanzados, la realidad y la potencia de la radiación y proporciona en su libro multitud de referencias útiles. Los resultados de su estudio son escalofriantes: determinan que todos nosotros nos encontramos sumergidos en un océano electromagnético que provoca efectos inevitables en el funcionamiento de nuestras células. Además afirma que esta contaminación no cesa de aumentar, ya que se multiplican los aparatos de los que nos rodeamos de manera inconsciente en nuestro entorno más inmediato.

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Un nuevo diluvio universal

Millones de personas compran a diario nuevos aparatos eléctricos y electrónicos, ya sea para el trabajo, la casa, divertirse o aprender. A los efectos de todas estas máquinas hay que sumar los de los transformadores locales, los cables eléctricos, las regletas, los alargadores, etc. Todos emiten radiación más o menos peligrosa de la que no nos protegemos. Y a esto se añade también, desde hace algunos años, los teléfonos móviles y las antenas de telefonía. ¡Es un verdadero diluvio electromagnético!

Annie Lobé nos lo explica: La red eléctrica utiliza corriente alterna con una frecuencia de 50 hercios. Esto significa que los electrones se desplazan por los hilos de cobre no en línea recta, sino cambiando de dirección cincuenta veces por segundo”. Cita además una obra colectiva que ha publicado bajo la dirección de Louis Leprince-Ringuet: Una carga eléctrica en movimiento produce, en el espacio que la rodea, un campo capaz de actuar sobre otra carga en movimiento. (…) Más concretamente, una carga eléctrica inmóvil produce un campo eléctrico. Si se mueve, produce entonces también un campo magnético (a la vez que sigue produciendo un campo eléctrico)”. De lo que se deduce que este campo eléctrico está presente en todos los aparatos eléctricos desde el momento en que se conectan a la red, incluso si no están en funcionamiento”.

Además, hay pocos obstáculos materiales que pueden bloquear la radiación de estos campos. Según Claude Bossard, electricista especializado en “biocompatibilidad” o “biótica”, “el campo eléctrico se propaga en todos los materiales de construcción: en mayor medida en el metal, la madera y sus derivados y los tabiques ligeros de pladur; en menor medida (siempre y cuando estén unidos al suelo) el ladrillo, la piedra, el hormigón y la tierra”. No vaya a creer realmente que la madera le aísla, ya que siempre contiene una cierta dosis de humedad. Sólo aísla de la corriente eléctrica directa en movimiento, pero no de los campos electromagnéticos.

Annie Lobé nos aclara este punto: En el plano biológico, la atracción que ejerce este campo magnético, de frecuencia extremadamente baja, es lo suficientemente potente para modificar las transferencias de iones que se realizan a través de las membranas de las células vivas. Cuando un organismo vivo se sitúa dentro del campo de atracción magnética que ha creado la corriente eléctrica al circular en un aparato, el fenómeno de imantación se produce en los iones libres que, debido a sus movimientos de vaivén, son los que realizan las funciones vitales”.

No hay que olvidar que cada una de nuestras células (en particular las células del sistema nervioso y las neuronas) es un transformador eléctrico a escala microscópica y nuestra salud depende de que funcionen armoniosamente. Sin embargo, los potentes campos electromagnéticos que ha ido diseminando el hombre en su entorno pueden alterar ese equilibrio. Los únicos “aislantes” naturales que existen contra los campos magnéticos son el aire y la tierra, es decir, la lejanía con relación a la fuente de emisión.

Protegerse en casa

De esta evidencia se desprende que la principal precaución que hay que adoptar es la de mantenerse lo más alejado posible tanto de los aparatos, estén o no en funcionamiento, como de los enchufes o las regletas, de los cables y de los alargadores. Hay que cuidar especialmente el sueño, durante el cual nuestras células se regeneran.
Para protegernos mientras dormimos, es conveniente retirar de los dormitorios todos los aparatos eléctricos, sobre todo los televisores y los ordenadores. Si no puede prescindir de la lámpara de la mesilla de noche o del despertador, colóquelos de manera que no estén muy cerca de la cabeza (lo ideal es a un metro de distancia). Si hay una línea de electricidad que pasa por el cabecero de su cama -lo que suele ser habitual- separe la cama de la pared todo lo que pueda (10, 15 ó 20 cm).

No olvide que los campos atraviesan las paredes. Si al otro lado del cabecero de su cama, en la habitación contigua, hay un ordenador o una tele pegados a la pared, incluso apagados, los daños están asegurados. Aquí es donde aparece el problema con los vecinos. Si tiene buena relación con ellos, estudie toda la disposición de los aparatos en las respectivas casas, por el interés de ambas partes. Hay que acostumbrarse a prescindir de los aparatos menos importantes. De todas formas, también existen dos aislantes bastantes eficaces, el Plexiglás y el plástico duro. Si coloca manteles individuales de plástico debajo de los aparatos eléctricos (ordenadores, televisores, lectores de DVD, etc.), detendrán la propagación de los campos electromagnéticos a los muebles que tocamos continuamente.

Lleve zapatillas de casa con la suela de plástico, que le aislarán del suelo y, por consiguiente, de las líneas de electricidad que circulan por el techo del vecino de abajo. También puede tapar las regletas con pequeños barreños de plástico duro, sobre todo si éstas tienen minitransformadores enchufados (para el teléfono, por ejemplo) que producen calor constantemente. Por último, pase las manos bajo el agua del grifo con frecuencia, un gesto que consigue que descargue la electricidad estática que va acumulando sin saberlo.

¿Era usted consciente de los peligros que le acechan tras cada aparato eléctrico? ¿Conocía el problema, pero en su entorno le llaman alarmista por prevenirles contra los campos electromagnéticos? Le animo a compartir su experiencia con todos los lectores de www.saludnutricionbienestar.com dejando un comentario un poco más abajo.

Nota: El texto de hoy lo ha escrito Pierre Lance escritor, periodista y filósofo. Autor de una veintena de libros entre otros “Savants maudits, chercheurs exclus” (Sabios malditos, investigadores excluidos).


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